El profesor republicano y el cura del pueblo

 

Corría el año 1933 cuando un maestro procedente de Valencia, de nombre Vicente Pertegaz, fue enviado a Rebollosa de Pedro para hacerse cargo de la escuela.

Desde la instauración de la 2ª República dos años antes, el Estado había ido introduciendo profundas y no poco polémicas reformas en todo lo referente a la educación, que hasta entonces había estado en manos de la Iglesia. De una educación basada firmemente en la religión católica y sus valores, en la que los niños eran instruidos para convertirse en cabezas de familia y las niñas en esposas y madres, se había pasado a una educación laica y liberal, en la que la religión quedaba al margen (había libertad total de culto) y se trataba por igual a niños y a niñas. Esto, que hoy en día nos parece lo normal, fue toda una revolución en su tiempo, y causa de tremendas tensiones tanto entre Estado e Iglesia como entre los sectores más tradicionales y los más progresistas de la población. Tales cambios llegaron a Rebollosa en la maleta de don Vicente, y como no podía ser menos con él llegó también la polémica.

Como buen exponente del Estado laico al que representaba, el nuevo maestro no era creyente, aunque se mostraba respetuoso hacia la religión: acudía a misa cada domingo para asegurarse de que los niños del pueblo, sus alumnos, no armaran jaleo y se comportasen como es debido. A pesar de esta muestra de tolerancia y de su afabilidad hacia todo el mundo en general, no eran pocos en el pueblo los que le miraban con desconfianza y echaban de menos "las enseñanzas de toda la vida", temiendo que sus hijos, y sobre todo sus hijas, "se fueran por el mal camino" por culpa del maestro.
El curso, no obstante, fue transcurriendo sin mayores incidentes hasta que, llegando los calores del verano, a don Vicente se le ocurrió un día la idea de llevarse a los niños de excursión a un pinar cercano. El plan incluía la posibilidad de darse un baño (remojón más bien) en el río, para lo cual las instrucciones impartidas por el maestro eran que los niños que llevaran bañador o calzoncillos podían quitarse los pantalones, y las niñas que llevaran bañador podían quitarse el vestido. Llegado el momento tan sólo dos niños, aparte del propio don Vicente, llegaron a despojarse de los pantalones para meterse en el río. El resto no lo hicieron bien por vergüenza o bien por no cumplir el requisito de llevar calzoncillos (casi un lujo en aquellos días de estrecheces), y ninguna de las niñas llegó a prescindir del vestido. No obstante, esto fue suficiente para que se montara una buena...

Algunos padres y madres, indignados, fueron a hablar con el párroco, don Jesús, exigiéndole que hiciera algo para acabar con la escandalosa conducta del maestro, que había llegado a su extremo con el "vergonzoso" espectáculo del baño. ¡Si hasta se había atrevido a quedarse él mismo en paños menores delante de sus hijas! Don Jesús aceptó tomar sobre sí la responsabilidad de defender la moralidad y las buenas costumbres hasta entonces imperantes en Rebollosa, y durante la misa del domingo dedicó su sermón a afear la acción del maestro, reprochándole que expusiera a los niños a su mal ejemplo. Don Vicente aguantó como pudo el bochorno hasta que acabó la ceremonia, pero a la salida de misa se dirigió indignado hacia el cura. 

Recreación de la discusión frente a la iglesia

Allí mismo, en la puerta de la iglesia y ante los feligreses de don Jesús (que es lo mismo que decir delante de todo el pueblo) le dijo que no había hecho nada malo ni reprobable, que él era educador y el sacerdote no, y que sí tenía algo que decirle que se quitara la sotana y solucionasen el conflicto como hombres. El cura no se arredró y aceptó el desafío. Los dos contendientes se alejaron del pueblo calleja abajo, pues ambos estuvieron de acuerdo en que no era conveniente permitir que los niños presenciasen la pelea. Nadie sabe lo que hablaron por el camino, pero lo cierto es que no habían caminado demasiado cuando ya se dieron la vuelta, sin haber llegado a los puños, y declarados amigos el uno del otro. No es cosa baladí: allá donde el Estado y la Iglesia no habían sido capaces de entenderse, sí que lo consiguieron aquellos dos hombres. El pueblo entero decidió seguir su ejemplo y, de mejor o peor grado, aceptar que los tiempos estaban cambiando y que, ante todo, había que ser tolerantes los unos con los otros.

Por desgracia no sucedió así en todas partes, y poco a poco se fueron haciendo más ancha la división y más profundo el odio entre los dos bandos que pronto se enfrentarían con las armas. Don Vicente se marchó a Madrid con la intención de terminar la carrera de Filosofía y Letras, no sin antes pagar de su bolsillo a un sustituto para que ocupase su plaza de maestro en el pueblo, al que jamás regresaría. Con don Vicente se fueron también las reformas educativas que había traído consigo, y que no volverían a retomarse hasta al menos cuarenta años más tarde.

A partir de entonces la vida de Vicente Pertegaz se convirtió en toda una aventura. Podemos contarla hoy de forma resumida gracias a la inestimable ayuda de su sobrino nieto, maestro también, quien se puso en contacto con nosotros tras leer en nuestra web esta pequeña historia, que él ya conocía por habérsela oído narrar al propio protagonista.

Tras su llegada a Madrid, Vicente Pertegaz se relacionó con miembros del Partido Comunista y se implicó activamente en la Revolución de Asturias de 1934. Sofocada ésta, se marchó a Francia para evitar ser detenido, regresando a principios del 36 tras la victoria en las elecciones del Frente Popular. Pocos meses más tarde estalló la Guerra Civil, y Vicente se implicó en ella en cuerpo y alma desde el primer momento. Fue uno de los asaltantes del Cuartel de la Montaña en Madrid, acción tras la que dio comienzo una fulgurante carrera militar en el ejército republicano, con el que serviría hasta el mismo final de la contienda. Para entonces había sido herido hasta tres veces, tenía a su mando a unos 50.000 hombres y se estaba tramitando su ascenso a general. Fue hecho prisionero, pero logró escapar con varios compañeros con los que alcanzó el aeródromo de Cartagena, donde obligaron a un piloto a llevarles hasta Orán (Argelia). Un año después llegó a la Unión Soviética, donde se reuniría con otros exiliados, pero a pesar de su experiencia apenas le permitieron combatir (aunque llegó a hacerlo en el frente de Leningrado). Fue profesor de los niños españoles que se habían trasladado allí durante la Guerra Civil, y trabajó en la famosa Radio Pirenaica, desde la que se transmitían noticias en castellano y se animaba a los republicanos dentro y fuera de España a seguir resistiendo, cada cual a su manera. Finalizada la Segunda Guerra Mundial compartió despacho con Dolores Ibarruri, la Pasionaria, y pasó a dedicarse durante más de 30 años a la traducción de libros y películas del ruso al castellano. Regresó por fin a España en los años 80, viviendo en Valencia hasta su fallecimiento en 2003.

Rebollosa puede presumir de haber tenido como maestro a un personaje de relieve histórico, pero ante todo a una gran persona, como demuestra aquella anécdota con el cura del pueblo.

Enlace a una entrevista (en valenciano) con Don Vicente Pertegaz.